Mi padre se está muriendo de sus perlas negras pero quiere que le conduzca el coche para que la batería no muera. Tengo el pensamiento brutal de que la batería vivirá y él morirá, pero conducir su coche me encanta y me entrego a ello aunque se a dónde iré. El Rover lujoso me lleva a Pedralbes.

Aparco delante de nuestra casa, llegan unos niños, dos, parece que los ha traído una amiga de la familia de hacer algún deporte. No les conozco, pero ellos se bajan, y entran, y yo le ruego al dios de la casa, en toda su negrura detrás de las paredes blancas, que no se los trague como a nosotros. Quiero que sean felices detrás de las ventanas que proclaman el amor de mi padre por mi madre con la flor de lis, una por una. El amor que nunca debería haber muerto. Quizá no murió. Quizá solo espera a la muerte para vivir de nuevo. Me pregunto si los gritos siguen rebotando por las paredes y si el viento que empezó allí sigue trazando remolinos, o si alguna magia poderosa lo ha calmado. No sé lo que siento. No siento nada. Solo miro la pared que sigue siendo blanca y enorme y que sigue bajando por la calle a tropezones, immutable y silenciosa como siempre. Al final de la pared, donde termina en el garage, todavía esta sentado mi fantasma, esperando con la torticolis a que le abran la puerta. Pongo la radio de lujo a tope y dejo que la música piense y hable por mí, que lo llene todo. El coche huele a puro enfriado y eso me hace pensar en cortinas fucsia de la habitación que ella abandonó hace años. Por esto mismo. Los puros fríos.

El coche ronronea, la música grita. Y en unas semanas, el morirá; y ella morirá en tres años, y eso no me lo esperaba aunque hubiera debido. Y ellas, las pequeñas putas, se irán después de acuchillarme, desapareciendo para siempre. Y sólo quedo yo.

Es la guerra algo así, tio Albert? Estáis todos; peleas, luego pierdes, no sabes cómo, y cuando se asienta el polvo, no hay nadie. Queda sólo la música dentro del coche que ronronea.